Entre la mente de un matemático y la de un traductor hay muchas similitudes. Algunos traductores abordan los textos como problemas a resolver, aglutinaciones de sentido por deshacer y transformar, desafiantes ecuaciones verbales. Pueden dedicar horas a la resolución de un segmento reducidísimo, y en su labor hay casi tanto de método como de ingenio e imaginación. Cuando todo se desanuda y pueden paladear el resultado, la sensación es, como en ciencias exactas, de naturaleza estética.
Es evidente que no todo texto es un terreno adecuado para el traductor-matemático. Y es que la minuciosidad obsesiva solo puede ejercerse sobre un tejido verbal perfectamente concebido, medido, pensado. El traductor-matemático consume complejidad. Su dignidad cae al suelo delante de las parrafadas insensatas que se ve obligado a ingerir la mayor parte del tiempo. Cuando traduce de tirón, sin mirar atrás, sucede que se encuentra en un callejón sin salida, y acaba hundiéndose en una profunda tristeza. El traductor-matemático necesita idas, vueltas, gritos, llanto, y levantarse ochocientas veces de la silla para fumar, comer, desahogarse, antes de volver a la pantalla y apuñalar a su propio conformismo con una palabra perfectamente precisa y pertinente. El traductor-matemático es neurótico, y está convencido de que a la gente le falta ironía.