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Los autos sacramentales de sor Juana: ¿filosofía en transición?

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Los autos sacramentales de sor Juana: ¿filosofía en transición?

Recientemente he tenido la ocasión de leer un interesante libro de la hispanista británica Alice Brooke, titulado The Autos Sacramentales of sor Juana Inés de la Cruz: Natural Philosophy and Sacramental Theology (Oxford University Press, 2018). Aunque no pretendo escribir una reseña propiamente dicha, me gustaría señalar aquí algunos puntos destacables de la argumentación de la autora, sobre todo en cuanto al capítulo que trata de El cetro de José, obra que me interesa particularmente por ser objeto de mis investigaciones más recientes, y por tener una estrecha relación temática con el auto sacramental calderoniano Sueños hay que verdad son.

Para Brooke, la composición a finales de los años 1680 de El divino NarcisoEl cetro de José y El mártir del sacramento, san Hermenegildo, los tres autos sacramentales de sor Juana, se situó en un momento de transición en la historia de las ideas. Mientras que el pesimismo desengañado que había marcado el pensamiento barroco estaba en declive, empezaba a extenderse por el mundo hispánico una nueva filosofía optimista, fuertemente entrelazada con los avances científicos del momento y partidaria de la experiencia como modo de acercarse al conocimiento: el empirismo. Convencida de que la observación del mundo material evidencia la naturaleza divina de la creación, pero también de que aquello que se observa debe ser interpretado en el marco de una metafísica cristiana, sor Juana intentó reconciliar ambas tendencias en escritos muy conocidos y estudiados, como la Respuesta a sor Filotea de la Cruz o el Neptuno alegórico. Pero la huella de esta filosofía en transición también se manifiesta en su teatro religioso.

El argumento central de la obra de Alice Brooke es que los tres autos «defienden explícitamente el papel de la fe en la comprensión de los sacramentos, pues reconocen que la fe es la única manera de percibir la presencia de Cristo en los elementos consagrados de la Comunión», pero al mismo tiempo «se lanzan en una compleja exploración del papel de la percepción física como una ayuda a la fe, rechazando así la postura antimaterialista y adhiriéndose, en cambio, al mundo natural como una fuente de conocimiento tanto científico como teológico» [La traducción, como todas las siguientes, es mía.]. El divino Narciso, que se construye según la autora a partir del tratado Speculum imaginum veritatis ocultae (1650) de Jakob Masen y en su estela incluye un juego escenográfico con una lente cóncava  –aparato científico a la vez que símbolo teológico–, propone un paralelismo entre el antipático personaje de las Metamorfosis y Cristo con el objetivo de sorprender al lector y alentarlo a buscar relaciones ingeniosas entre lo material y lo divino. El mártir del sacramento, que constituye para Brooke un diálogo con el De constantia de Justo Lipsio, presenta al visigodo Hermenegildo como un príncipe que encarna el ideal estoico de la constancia, y un empirista mesurado y racional en comparación con su padre Leovigildo, que se deja arrastrar por opiniones formadas a partir de la observación irreflexiva del mundo.

En El cetro de José, la figura elegida por sor Juana para representar a Cristo es bíblica. Se trata de José, hijo de Jacob que se convierte en salvador de Egipto tras interpretar correctamente los sueños del Faraón y evitarle así una hambruna a la población. Brooke sostiene que la obra distingue tres tipos de conocimiento: el humano, el divino y el demoníaco. Este último, encarnado por Lucero y sus secuaces –Inteligencia, Ciencia y Conjetura–, es tratado en el auto según las teorizaciones de Tomás de Aquino y Francisco Suárez. Igual que el demonio del De malo de santo Tomás, el demonio de sor Juana posee el conjunto del conocimiento natural debido a su condición de ángel caído. Su Ciencia sabe de todo lo que existe o ha existido en el mundo, y su Inteligencia puede intuir las causas de todos los efectos, y los efectos de todas las causas que se le presentan. Si bien el conocimiento demoníaco se representa como superior al humano, pues este último desconoce ciertas relaciones de causalidad, su inferioridad respecto al conocimiento divino radica en que, al ignorar todo lo que trasciende a las leyes naturales, el demonio no sabe de qué modo Dios pretende llevar a cabo su plan de salvación de la humanidad. En efecto, aunque este «sospecha que José tiene un papel en el plan de Dios para la salvación, no puede saber de forma intuitiva cuál será este papel. Así, aunque Lucero identifica a José como una figura, no puede comprender cómo se consumará esta significación». En este punto entra en juego el personaje de la Conjetura, que al parecer de Brooke no se construye según la lección de santo Tomás, sino según aquella de Francisco Suarez en su tratado De angelorum natura. Y es que, para el teólogo español, el demonio no solo es capaz de adquirir conocimiento gracias a la intuición, sino que intenta también mediante la deducción. En El cetro de José, Lucero intenta remediar su ignorancia de la teleología divina con ayuda de la Conjetura, pero también esto fracasa: el método conjetural –vocablo, este, derivado según Covarrubias del latín coniscio, «tirar»– es errático e ineficaz.

En el segundo auto sacramental de sor Juana, los personajes que representan el conocimiento divino son José y su padre Jacob. En cuanto a José, obtiene saberes que trascienden lo humano gracias a la Profecía, quien le revela el verdadero significado de los sueños del Faraón sobre ganado y trigo, primero, y luego le permite identificar a sus hermanos –que llegan a Egipto en busca de comida– no como los espías que aparentan ser sino como sus hermanos. Es la Profecía quien, según Brooke, le permite a José ir más allá de la simple figura –el ganado, el trigo, los espías– para comprender su pleno significado, el cual más adelante, durante la cena de José con sus hermanos, revela ser de naturaleza sacramental. Pero «aunque la Profecía aclara al público el significado figurativo del pan en la obra y su relación con la identidad de José en tanto que figura de Cristo, en el seno de la acción dramática es el padre de José, Jacob, quien comprende más plenamente el significado cristológico». En la última escena de El cetro de José, Jacob identifica a su hijo como prefiguración del Mesías, de quien se declara adorador, e interpreta el cetro que este lleva –coronado de un pan– «no solo como un objeto físico, sino como figura de la Eucaristía». El padre y el hijo bíblicos tienen en común que acceden al conocimiento divino a través de la fe. Al final de la obra, el personaje de la Profecía desvela no ser otro que la Fe, personaje central de la loa que precede el auto.

Si algo podemos reprochar a la argumentación de Alice Brooke, la cual nos parece justificada en cuanto a las fuentes textuales propuestas e impecable en cuanto al análisis de la tipología epistemológica, es que cuesta ver en El cetro de José –más, sin duda, que en los otros dos autos– la impronta exacta de aquella nueva filosofía que la autora describe en la introducción de su trabajo. En efecto, el hecho de que Jacob perciba el cetro como un símbolo eucarístico no lo convierte necesariamente en un empirista: aunque su contacto con el objeto material implica evidentemente a la vista, esta observación no es en ningún caso un ejercicio prolongado ni sistemático, sobre todo si consideramos que Jacob está ausente durante la mayor parte del auto. En todo caso –y la autora se ve forzada a admitirlo–, podría observarse en el segundo auto de sor Juana una crítica de la observación como método de conocimiento, pues Lucero es el único personaje que lo utiliza, mientras que José y Jacob prefieren obtener su saber de la fe antes que de los sentidos. Además, la omnipresencia de santo Tomás y Suárez queda demasiado bien demostrada como para no concluir que El cetro de José es una obra de raigambre filosófica más tradicional de lo que pretende Brooke. Tenemos un ejemplo más, aquí, de la trampa en la que a menudo caemos los estudiosos de la literatura al querer encorsetar los textos dentro de sistemas de pensamiento unitarios que, aunque resultan muy estéticos y atractivos, no siempre describen fielmente lo leído.

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