Del 15 de mayo al 22 de junio de 2019, la Compañía Nacional de Teatro Clásico visita el Teatre Nacional de Catalunya (TNC) con una adaptación de El gran mercado del mundo, de Pedro Calderón de la Barca, firmada por Xavier Albertí. El programa de mano es una advertencia al espectador incauto:
Dins l’oceà que és el segle d’or de la literatura castellana, una boira espessa amaga l’arxipèlag dels actes sacramentals, un gènere escènic que ha restat pràcticament inexplorat pels nostres escenaris. La boira que difumina les formes i virtuts d’aquests autos sacramentales té força a veure amb les fragàncies eucarístiques emanades per un imaginari contrarreformista […].
Si Albertí se atreve a encararse con un género tan nebuloso, es porque cree que, más allá del contenido religioso, el auto sacramental calderoniano transmite mensajes de carácter universal y atemporal, y es capaz de involucrar a un espectador contemporáneo:
Els autos sacramentales de Calderón, tan atents als sismes que prepararien les bases d’una Modernitat encara eurocèntrica, interpel·len molt directament la nostra contemporaneïtat, amb les noves i profundes transformacions que ens ha tocat viure. Descobrim-los, escoltem-los, llegim-los, explorem-los, gaudim-los, que probablement també n’aprendrem coses importants sobre nosaltres i per a nosaltres.
La intuición del director de este Gran mercado del mundo es acertadísima, al igual que su ejecución, aunque tenemos ciertas reservas que intentaremos exponer en esta breve crítica.
I. Persistencias barrocas
A pesar de que se estrena en el ámbito del teatro clásico, Xavier Albertí parece tener una clara noción de las técnicas escenográficas del siglo XVII. En lo que se refiere a la maquinaria, el director emplea eficazmente los recursos de la tramoya y la ventilación: el personaje de la Fama inaugura el espectáculo desde las alturas, suavemente balanceado por una corriente de aire. La presencia física del ventilador en escena –un ventilador de tipo industrial que despeina insolentemente a un personaje aún anónimo– tiene un efecto burlesco, y hace eco a la metateatralidad del texto calderoniano, siempre dispuesto a desnudar la ilusión teatral para devolverla a su realidad más material:
Pajarote, que con lazos
de cera y cáñamo, apoya
su vuelo, y en breves plazos;
si te caes de la tramoya
te harás cuatro mil pedazos.
La Fama no solo pregona, sino que canta, y su intervención sirve de preludio a las numerosas canciones de la obra, ejecutadas por un pianista en escena y un coro polifónico compuesto por el propio elenco. La conservación del componente lírico, es, a nuestro parecer, el mejor homenaje que se le puede rendir a Calderón de la Barca, muy preocupado, como sabemos, por aproximarse a aquel ideal europeo de arte total que se materializó en la ópera italiana de principios del s. XVII.
Por fin, queda algo que mencionar respecto al uso de las artes plásticas en El gran mercado del mundo de Albertí. Nos sorprende gratamente que el director, en colaboración con el escenografista Max Glaenzel, haya decidido incluir en la segunda mitad del espectáculo un precioso telón pintado. El recurso, muy propio de la época barroca, ha sido estudiado en detalle por Alfonso Rodríguez G. de Ceballos, en un interesante artículo del cual les recomendamos la lectura: «Escenografía y tramoya en el teatro español del siglo XVII» en La escenografía del teatro barroco, ed. de Aurora Egido, Universidad de Salamanca, 1989.
II. El desequilibrio de los personajes
En su adaptación de El gran mercado del mundo, Xavier Albertí prescinde de buena parte del texto calderoniano original. Si bien los recortes son frecuentes en las versiones modernas de teatro clásico, el éxito de una adaptación está supeditado a la invisibilidad de dichos tijeretazos. Lamentablemente, no es el caso de la obra que aquí tratamos. No hemos tenido la ocasión, aún, de cotejar la versión de Albertí con el texto de Calderón, pero señalaremos algunos defectos dramatúrgicos que son fruto, a todas luces, de recortes pocos cuidadosos.
La trama principal de El gran mercado del mundo es la siguiente: dos hermanos se disputan la herencia de su padre y el favor de Gracia. Para decidirse entre ambos, el padre los envía a buscar regalos para su dama en un alegórico «mercado del mundo», advirtiéndoles que quien emplee mejor su dinero –dos talentos, en evidente alusión a la parábola– obtendrá su recompensa. Siguiendo la tipología tradicional de los personajes de la comedia nueva, ambos hermanos buscan a un acompañante «gracioso» para ayudarles en su tarea. El Mal Genio elije a la Malicia, mientras que el Buen Genio se decide por la Inocencia.
Los personajes de la Inocencia y la Malicia son centrales en el auto sacramental calderoniano en la medida en que representan aquel albedrío contrarreformista que empuja a los personajes al Bien o al Mal, pero su papel es demasiado periférico en la versión de Albertí. La Inocencia, interpretada por el actor tenor Antoni Comas, se dedica menos a aconsejar al Buen Genio que a desdoblarse como pianista y cantante, correteando por el escenario para cumplir a tiempo sus distintas funciones. En cuanto a la Malicia, no se distingue demasiado del personaje de la Lascivia, cuya presencia es, por lo demás, exagerada, en una evidente búsqueda de risas fáciles. La Malicia no es ingeniosa, sino grotesca. Es ella quien lleva la voz cantante de un interludio cabaret que irrumpe en la escena del mercado, punto álgido de la acción.
Los recortes y las añadiduras de Xavier Albertí afectan el equilibrio de los personajes de El gran mercado del mundo porque extirpan al gracioso barroco, tragicómico por naturaleza, su profundidad filosófica. Dando preeminencia, además, a los personajes caricaturescos como la Lascivia o la Gula, el director retrotrae el auto sacramental a una comicidad farcesca —de la cual, como sabemos, intentaban alejarse lo más posible los dramaturgos barrocos.
III. La ausencia de un sistema referencial
En el programa de mano de El gran mercado del mundo, Xavier Albertí parece leer los pensamientos de sus espectadores cuando afirma, sugiriendo una interpretación evidente, que «las doctrinas de los mercados son cada vez más imperiosas». La acepción económica del término «mercado» no está ausente del texto original calderoniano: la cuestión del dinero tiene resonancias evangélicas –hemos hablado ya de la parábola de los talentos– y también históricas. Desde el s. XVII, los movimientos iluministas y erasmistas españoles habían criticado el mercadeo de los favores espirituales, y en particular las indulgencias. En el auto sacramental calderoniano se vuelve patente la idea de que la gracia no se compra, sino que se merece.
Pues bien, en la versión de Albertí, la interpretación económica de la alegoría aparece en alguna canción dedicada al tema de la «bolsa», pero desaparece rápidamente. Si no podemos interpretar El gran mercado del mundo en términos eucarísticos, y tampoco en términos económicos, ¿qué nos queda? Echamos de menos que la lectura cristiana no sea reemplazada por ningún otro sistema de referencias. La enorme cruz de neón ante la que yace Cristo al final de la obra manifiesta una disidencia o, cuando menos, un distanciamiento respecto a la religión. En las postrimerías del auto, además, la Lascivia se acerca a Cristo y lo abraza como lo haría María Magdalena al pie de la cruz.
Si la ausencia de un sistema ideológico es deliberada, como probablemente lo es, los espectadores nos estaríamos enfrentando a dos interpretaciones globales de distinto signo. Por un lado, Xavier Albertí podría querer evidenciar, en su Gran mercado del mundo, la falta de referentes sólidos en nuestro mundo contemporáneo. El mensaje no sería nuevo, y además, diluiría bastante la intención moralizadora de los autos sacramentales calderonianos. Por eso preferimos la segunda de las interpretaciones, según la cual, más que un mensaje, el director transmite una pregunta. ¿Qué podrían significar, hoy en día, las palabras «lascivia», «humildad», «gula», «penitencia»? ¿Es necesario advertir al hombre de que hay excesos que entorpecen el camino si no a la gracia, al menos a la moderna felicidad? Este auto sacramental desacralizado no nos proporciona una respuesta concreta, sino que nos deja ejercer, en última instancia, la libertad de nuestro albedrío.