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El arte de la distancia

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El arte de la distancia

En 1996, Thomas Pavel (1941-) publicó L’art de l’éloignement. Essai sur l’imagination classique, un libro que pasó desapercibido por la crítica a pesar de desarrollar una tesis interesante que procuraremos sintetizar en las siguientes líneas. El teatro francés del s. XVII escogió el mundo mitológico o clásico como escenario de sus tramas porque los hombres de la época no vivían únicamente en su propio tiempo, sino a caballo entre varios, y con el esplendoroso recuerdo de la antigüedad clásica.


Les hommes du dix-septième siècle, du moins, grands experts en transmigrations symboliques, ne vivaient jamais tout à fait ni longtemps dans leurs propres temps et espace sans rendre visite à d’autres époques. Régis par le besoin de vivre dans plusieurs époques à la fois –besoin dont le nom est l’hétérochronie–, ils percevaient leur propre présent dans un lien viscéral avec le temps jadis, dont leurs actes imitaient et ravivaient la splendeur.

L’art de l’éloignement, p. 24.

La heterocronía no estuvo libre de contradicciones ideológicas. Como sostiene Pavel, el mundo clásico despertaba en los modernos el recuerdo de «la alianza, disuelta por el cristianismo, entre lo sobrenatural y la naturaleza» (p. 25) y también de la estrecha unidad temporal de un universo donde «haciendo eco al presente, el pasado ilumina el porvenir» (p. 26). El autor del libro señala que estas concepciones chocaban con el agustinianismo imperante, para el cual existían «dos ciudades rivales, la divina y la maléfica, que se enfrontarían hasta el final de los tiempos, cuando la ciudad de Dios se lleve la victoria» (p. 28).

Thomas Pavel se pregunta en L’art de l’éloignement cómo los franceses del s. XVII eran capaces de conciliar visiones tan contrarias. Su respuesta, tesis principal del ensayo, es que estos hombres se sentían impotentes en su propia época, condenados como estaban por el pecado original y a la espera de una gracia divina que no se manifestaba, y se refugiaban en la antigüedad para sentir que recuperaban su papel activo en el mundo.

Entre cette vallée des larmes à laquelle les hommes n’appartenaient pas véritablement et l’inconcevable séjour céleste auquel ils aspiraient, l’augustinisme n’offrait pas de vraie demeure, durablement accueillante, sensible au coeur et au sens. L’espace classique qui, lui, abritait sous le même soleil les mortels et les dieux, la vertu et les vices, l’exil et le retour, cet espace au sein duquel les hommes croyaient pouvoir se sentir véritablement  chez eux, n’était en revanche qu’un mirage de l’imagination. Demeurer au monde signifiait dans tous les cas s’en séparer –soit qu’on s’habitûat à s’en détacher afin de mériter le salut chrétien, soit qu’en souhaitant l’habiter, on n’en gagnât  l’accès que par l’entremise de l’imaginaire classique.

L’art de l’éloignement, pp. 29-30

¿Podemos extrapolar la reflexión de Thomas Pavel al teatro español del s. XVII? A diferencia de lo que pasó en Francia, donde las obras mitológicas de Jean Racine fueron estrenadas en teatros públicos como el Hôtel de Bourgogne, en España el teatro mitológico se desarrolló casi exclusivamente en el ámbito de la corte. Estas obras estaban dirigidas a un público que no podía ser representativo de un «imaginario español», y que constituían una singularidad sociológica e ideológica en el mundo en que vivían.

Las comedias mitológicas de Pedro Calderón de la Barca y otros autores calderonianos parecen participar de la misma dinámica liberadora que teoriza Thomas Pavel. Los personajes de estas comedias viven en universos unitarios donde tienen un contacto directo con la divinidad y ejercen su libre albedrío para cambiar, si hiciera falta, el curso de sus vidas y su relación con el mundo superior. La diferencia con el teatro francés radica en que esta dinámica de liberación no tiene un propósito generalmente ontológico –la emancipación del pecado inmovilizador y el restablecimiento de la comunicación con la divinidad– sino más singularmente político. Los personajes de las comedias mitológicas bien podrían ser un trasunto de los reyes, príncipes y aristócratas que se encuentran en el público y que, mucho más que el pueblo llano, tienen la posibilidad de actuar en el mundo con resultados muy similares a aquellos obtenidos por los héroes dramáticos, ya sea para bien o para mal.

Haría falta analizar un corpus extenso de obra mitológicas españolas del s. XVII para precisar estas intuiciones, pero por ahora podemos referirnos a dos ejemplos concretos: El hijo del Sol, Faetón, de Calderón de la Barca, y Elegir al enemigo, de Agustín de Salazar y Torres. En el caso del primero, la historiadora Carmen Sanz Ayán ha sugerido que una de sus puestas en escena –la del 22 de diciembre de 1675 en el Palacio Real– sirvió para escenificar la caída de don Juan de Austria, quien había sido expulsado de la corte en noviembre de aquel año. En el caso de Elegir al enemigo, el investigador americano Thomas O’Connor ha sugerido que la trama principal de esta obra podría ser una alegoría del casamiento histórico de María Teresa de Austria y Luis XIV.

Mientras que la obra de Calderón parece constituir una advertencia sobre el nefasto resultado del radicalismo político, la de Salazar y Torres podría haber buscado un efecto reconfortante, de confirmación, cuando fue estrenada ante Felipe IV en 1664, cuatro años después de la boda de su hija. Así vistos, los dramaturgos cortesanos españoles se muestran como cronistas y comentaristas de acciones políticas recientes cuyas consecuencias tematizan en su ficción.

El teatro mitológico español podía no alcanzar niveles ontológicos en su reflexión sobre la acción humana, pero sí consiguía restablecer la unidad temporal del mundo pre-cristiano al evocar el pasado antiguo y reciente para intentar iluminar acciones políticas del futuro. Los potenciales responsables de estas acciones eran, también, durante unas horas, espectadores de comedias, y la casualidad no podía desaprovecharse.

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